Me llegan dos comentarios (uno de fuente más bien guerrillera -dicho sea esto de la manera más amorosa posible, si es que cabe, que cabe- y otro de alguien que a sí mismo se presenta como «reformista contumaz») protestando porque he calificado como fascistas a los miembros de ETA.
Es obvio que se trató de un recurso sin pretensiones ideológicas. Podría retirarlo porque sé que no son exactamente fascistas en el sentido estrictamente histórico de este término, aunque lo son en la medida en que no admiten que el otro pueda ser parte legítima de un conflicto: primero, porque no admiten el conflicto como tal, y segundo, porque no admiten que ningún otro pueda ser parte de la resolución del conflicto. Pero aunque retirara esa expresión seguiré pensando que asesinan porque no basta con decir o declarar unilateralmente que uno es un heroico soldado de una guerra heroica para dejar de ser, en determinadas ocasiones como las que concurren en ETA, un asesino.
¿Qué guerra?, ¿contra quién?, ¿por qué? y sobre todo, ¿por qué la guerra?
Supongamos por un momento que todos los planteamientos del nacionalismo violento vasco contra el Estado “opresor” español tuviesen un pleno fundamento (como lo tienen muchos de ellos y como carecen absolutamente de él otros). Aceptemos que existe (como existe verdaderamente) la violencia institucional, la del Estado, ¿Justifica eso la muerte de tantos inocentes, la violencia y el crimen como expresión de la lucha política, la renuncia a la práctica de la paz?
Me dicen también que el pacifismo es burgués y lo niego. Como tampoco es proletario (que seguramente es lo que me querrían decir). Pero es la base del mundo en el que soñamos. Sin la paz no hay salvación posible, no hay otro mundo, no hay socialismo, no hay vida, no hay futuro. La paz, el pacifismo, no son burgueses ni son proletarios. Son otra cosa bastante más elemental y compleja a la vez: el pre-requisito de la vida sin explotación, es decir, de la vida “humana”.
La clave está en aprender a hacerse fuerte en la paz, en armarse de paz, en forjar la paz, en ganar en paz y mediante la paz, que, por cierto, es mucho más que la mera ausencia de violencia, algo que requiere mucho más que sólo dejar de ejercerla.
Siempre la paz.
No nos equivoquemos, el capitalismo ha instituido el régimen social seguramente más violento de todos los tiempos. Se ha conformado como un auténtico régimen de violencia estructural, frente a la cual incluso cualquier tipo de violencia terrorista se convierte en violencia terrible y deleznable pero en términos relativos de poca monta y al minoreo, inmensamente menos brutal, menos explícita, y menos inhumana que la cotidiana del propio sistema.
Por eso, tratar de acabar con la violencia sin destruir un sistema social que la crea y la multiplica es una quimera. Pero tratar de destruir el capital sin la práctica continua de la paz es también una ilusión.
Hay muchos retos por delante y de muchos tipos pero el de la paz es fundamental en nuestra época de explotación y de muerte: pensar la paz y crear su intelecto colectivo; aprender a construirla día a día, a cada instante, en medio, por supuesto que sí y tal y como la noche sucede al día, de este gigantesco vendaval de infamias y de muerte; cultivar la paz y generalizarla como forma de regulación de todo tipo de conflictos y como supremo imperativo moral de las relaciones humanas; hablar, dialogar, enseñar, contradecir, asumir o convencer sólo en la exclusiva lengua de la paz. Y, por supuesto, convencernos de que es esto lo que hay que hacer cuando por decirlo, por hacerlo o quizá solamente por pensarlo vamos a sentir sobre nosotros o sobre quienes, más cerca o más lejos, están junto a nosotros, una violencia estricta y constante.
Precisamente porque no va a desaparecer la violencia del sistema, la del poder y la de los poderosos es por lo que nunca podemos renunciar a la fuerza transformadora de la paz.
Soy plenamente consciente de lo etéreo que puede parecer todo esto. Que se puede considerar extemporáneo, utópico, cándido, iluso… pero es precisamente por eso por lo que no voy a parar de decirlo.
Y como en el título prometí un poema, ahí va uno de Antonio Gamoneda que me envió Z Vázquez titulado Amor y que también habla de paz.
Mi manera de amarte es sencilla:
te aprieto a mí
como si hubiera un poco de justicia en mi corazón
y yo te la pudiese dar con el cuerpo.
Cuando revuelvo tus cabellos
algo hermoso se forma entre mis manos.
Y casi no sé más. Yo sólo aspiro
a estar contigo en paz y a estar en paz
con un deber desconocido
que a veces pesa también en mi corazón.