Publicado en La Opinión de Málaga. 7-5-2004
El reciente nombramiento de Rodrigo Rato como director gerente del Fondo Monetario Internacional supone una altísima distinción y un evidente reconocimiento a su capacidad y valía personal y profesional. No en vano, será el único de los dos españoles con categoría de Jefe de Estado que lo es por méritos propios y es obvio que ningún cualquiera llega a dirigir la institución económica más poderosa del mundo. El ex ministro de Economía se merece, pues, la felicitación personal más sincera por ello.
Dicho esto, me parece que ese nombramiento está lejos de constituir un hecho glorificante para España.
El Fondo Monetario Internacional fue creado, junto con el Banco Mundial, en 1994 y desde entonces su historia es la de las políticas económicas que han empobrecido y llevado a la muerte a cientos de millones de personas. De hecho, en todo el mundo hay comités formados por intelectuales reconocidos y por organizaciones muy solventes que vienen denunciando al Fondo como responsable de crímenes contra la Humanidad.
El Fondo Monetario Internacional es una institución antidemocrática en donde las decisiones se votan en función del poder económico de sus miembros, hasta el punto de que Estados Unidos tiene capacidad de veto. Nada se aprueba allí que sea contrario a los intereses estadounidenses.
Además, es igualmente antidemocrático a la hora de hacer cumplir sus decisiones, muchas de ellas impuestas a los gobiernos por encima de sus parlamentos e instituciones representativas.
La vinculación del Fondo a los intereses empresariales más poderosos del planeta es algo reconocido y ampliamente denunciando. Entre muchísimos otros, lo ha hecho el Premio Nobel de Economía Joseph Stiglitz. Hace un par de años reconocía que, al menos en el caso de Estados Unidos, «se ha visto de forma clarísima» que los ministros allí presentes van a defender los intereses de las grandes empresas.
En un debate en la Subcomisión de Derechos Humanos de la ONU celebrado en agosto de 2001, el representante del FMI afirmó tranquilamente que dicha institución no tiene mandato para tomar en cuenta los derechos humanos en sus decisiones y que no está obligada, por lo tanto, por las diferentes declaraciones y convenciones que le conciernen.
En el Fondo predomina la opacidad y, como dice Stiglitz, sus planes se urden «en secreto y motivados por una ideología absolutista».
Las políticas económicas que han aplicado en los últimos años constituyen lo que Stiglitz llamó «los cuatro pasos hacia el infierno»: la privatización que pone en manos de los grandes grupos privados la riqueza económica de los países a los que «ayuda»; la liberalización de los mercados financieros para permitir la entrada y por supuesto la salida de los capitales pero que ha creado una gran deuda e inestabilidad financiera; el establecimiento de precios de mercado en servicios y suministros básicos, que provoca hambre y revueltas, y la libertad comercial que desmantela las economías nacionale sy las pone en manos de las grandes potencias.
Esas medidas con el núcleo de las llamadas políticas de ajuste estructural que ha impulsado el FMI y cuyo efecto ha sido el empeoramiento sin paliativos del empleo, de la pobreza y de la actividad económica.
Y lo peor es que se trata de políticas sin justificación científica, basadas tan sólo en la ideología y en la intención evidente de favorecer a los más ricos. Esa es la razón que explica que en todos los países donde se aplican aumenten las desigualdades y que las grandes empresas se hagan cada vez más poderosas.
Los países que no las han adoptado en algún caso (como China o Malasia) campearon mejor la crisis asiática. A veces, como en Etiopía o en el caso de la libertad de movimientos del capital, hasta el igualmente radical Banco Mundial tuvo que reconocer que el Fondo estaba equivocado.
Y siempre resulta que el Fondo impone obligatoriamente a los países más débiles condiciones que luego permite que los ricos no cumplan. El caso más aberrante y criminal es que se obligue a los países empobrecidos a abrir sus puertas comerciales de par en par y, sin embargo, se permita que Estados Unidos o la Unión Europea impongan fuertes barreras comerciales a los pobres.
Después de la crisis de 2001, por ejemplo, Estados Unidos aplicó para salir adelante un gran impulso presupuestario. Todas las experiencias históricas evidencian que eso es lo mejor que se puede hacer, pero el Fondo prohíbe que lo hagan los países más necesitados.
En 1998 se constituyó en el Congreso de Estados Unidos la Comisión Asesora de Instituciones Financieras Internacionales (Comisión Meltzer) formada por seis miembros elegidos por el Partido Republicano y cinco por el Demócrata. Nada sospechosa, pues. Entre otras cosas, concluyó que «la transformación del FMI en una fuente de préstamos condicionados de largo plazo ha empobrecido a las naciones dependientes del FMI de modo creciente … (sus programas) no aseguraron el progreso económico. Han socavado la soberanía nacional y a menudo impedido el desarrollo de instituciones democráticas responsables que corrigieran sus propios errores y adecuaran los cambios a las condiciones externas”.
Se calcula que los planes del Fondo han hecho caer casi un 25% los ingresos de los países africanos, y se constata que han aumentado miserablemente la deuda externa de los pobres y que han provocado un claro empeoramiento de sus servicios de salud y educativos y, en general, de toda la protección social. El FMI obliga, por ejemplo, a suprimir las ayudas públicas a los alimentos básicos, al agua o a la electricidad. La consecuencia no puede ser otra que mucha más pobreza y muerte.
Dice Stiglitz que cuando un país cae en desgracia y el Fondo acude a él «se aprovecha y le exprime hasta la última gota de sangre». Naturalmente, en favor de los mas ricos.
Francamente, no me alegro de que un español sea ahora el llamado para seguir haciendo todo esto. Es más, no quiero ni preguntarme por los méritos políticos que ha tenido que hacer para que le confíen ese trabajo.