Publicado en Público el 11 de mayo de 2020
La reacción de la Comisión Europea a la sentencia del Tribunal Constitucional alemán no se ha hecho esperar. A diferencia de lo que suele ocurrir, su presidenta Ursula von der Leyen aprovechó la pregunta de un eurodiputado del grupo de Los Verdes para defender la gestión del Banco Central Europeo reafirmando el predominio del Tribunal de Justicia Europeo sobre el alemán. Incluso llegó a decir que se podría abrir un expediente contra Alemania para imponer algún tipo de sanción frente a la supuesta infracción cometida por su más alto tribunal.
La reacción ha sido la típica de las instituciones europeas, un salto hacia adelante dando por bueno lo que se está haciendo, sin entrar en el meollo del asunto. Aunque sea volver de nuevo sobre lo que escribí hace unos días (El Tribunal Constitucional alemán tira de la manta), creo que vale la pena abundar en ello para comentar la respuesta de la presidenta de la Comisión y lo que, a mi juicio, implica.
La supremacía del Tribunal europeo es obvia si se trata de analizar cuestiones relativas a competencias de la Unión. Lo que ocurre es que el constitucional alemán no ha planteado una controversia sobre alguna de ellas sino sobre las que son propias de su Estado.
En su sentencia, los jueces alemanes no ponen en cuestión lo que hace el Banco Central Europeo en materia de política monetaria. No puede hacerlo y los jueces alemanes podrán ser de todo menos tontos. En términos muy claros, para que se me pueda entender mejor, lo que el constitucional alemán plantea en su sentencia es que el Banco Central Europeo no está haciendo exactamente política monetaria, sino que usa instrumentos de política monetaria para hacer política fiscal y ésta es competencia de cada Estado europeo.
La competencia del BCE es mantener la estabilidad de los precios y para ello tiene instrumentos entre los cuales no está la financiación de los gobiernos y es evidente (aunque no se quiere reconocer) que, cuando ha hecho esto último, se ha saltado dicha competencia. En todo caso, al hacerlo ha generado efectos que no son los estrictamente limitados a estabilizar los precios.
Al comprar deuda pública de los gobiernos, el BCE rescata a una economía u otra, a bancos concretos o incluso a empresas. Es algo obvio, como es obvio también que eso no entra dentro de sus competencias.
Lo que de verdad hay detrás del conflicto es que las normas que regulan la actividad del Banco Central Europeo se basan en una doble falacia: la de considerar que la política monetaria es algo que se realiza con independencia de la fiscal y de otras políticas redistributivas de los gobiernos y, por otro, la de creer que su política monetaria no genera más efectos que los que produce en los precios.
Son dos falacias que no queda más remedio que asumir para poder conceder independencia a la autoridad monetaria sin violar el principio básico del Estado democrático moderno: el parlamento es quien tiene la capacidad de establecer cuáles son los objetivos que quiere perseguir con la política fiscal, definiendo cuáles van a ser los ingresos y las gastos del Estado.
Se puede discutir cuál es exactamente la linde que separa la política monetaria de la fiscal, lo mismo que es lícito discutir sobre el sexo de los ángeles, pero lo que es indiscutible es que ambas son interdependientes. Puede haber un ámbito más o menos difuso entre ambas pero de ninguna manera se puede decir que no se afecten una a la otra. La política fiscal genera efectos monetarios, de distinto tipo según cómo se financien los déficits (y, precisamente por eso, los bancos centrales actúan como sus «disciplinadores»). Y la política monetaria produce efectos fiscales cuando supone cargas adiciones a los sujetos económicos, cuando alivia o encarece la carga de la deuda, o cuando permite o no que se lleven a cabo más o menos gastos o que se establezcan unos u otros impuestos.
Es verdad que en las últimas décadas muchos economistas se han olvidado de ese principio elemental de la política económica, para poder justificar ideológicamente la autonomía de los bancos centrales. Pero que la sabiduría convencional se haya olvidado de ello no quiere decir que la realidad sea diferente a la que es, y eso es lo que ha puesto de evidencia el tribunal alemán.
Responder a ese planteamiento con mano dura, centrando el asunto en un conflicto de competencias jurisdiccionales es, como dije al principio, volver a dar un salto en el vacío. Es dar por hecho que la Unión Europea va a seguir basándose en supuestos que no es que sean erróneos o discutibles, sino sencillamente falsos. ¿Quién puede discutir hoy día que las políticas monetarias generan efectos sobre la distribución de la renta? Si alteran los precios, el coste de la deuda, si salvan a unas empresas u otras, si permite o no que empresas zombis sigan actuando, si establece sobrecostes o subsidia a los ahorradores, si permite o no que los gobiernos puedan invertir más o menos o realizar mucho o poco gasto social, si decide qué gobierno puede caer y cuál no… ¿cómo se puede sostener que el Banco Central Europeo no está yendo mucho más allá de mantener la estabilidad de los precios? Y si todo eso es necesario que lo haga para mantenerla ¿por qué no está reconocido así en sus funciones o instrumentos? Y si no lo está ¿no se está entrometiendo en funciones, competencias y objetivos que son pura competencia de los Estados?
Al Tribunal Constitucional alemán se le puede callar la boca, se puede imponer una sanción a Alemania y se puede mantener por encima de cualquier otro principio la superioridad jerárquica del Tribunal de Justicia Europeo, tal y como ha recordado von der Leyen, pero lo cierto es que el BCE está generando efectos sobre un ámbito de competencias fiscales y redistributivas que son de exclusiva competencia nacional.
Cuando se diseñó el euro se sabía que iba a producir divergencias y disfunciones que, antes o después, producirían no sólo el desafecto sino el rechazo e incluso la imposibilidad de que el sistema llegara a funcionar con el debido equilibrio. ¿Cuál fue la respuesta que se ideó ante ese riesgo? Impedir que cualquier país pueda salir de la eurozona. Algo realmente inconcebible y lo que posiblemente no haya ocurrido nunca en la historia: ¿a quién se le puede pasar por la cabeza crear una asociación o grupo en cuyos estatutos no se contemple el procedimiento para que cualquier de sus miembros pueda salir de él si lo desee? A los constructores de la moneda única europea.
Lo que hace ahora von der Leyen es recurrir al mismo procedimiento. Ante el problema que, con toda razón, plantea el tribunal alemán la respuesta es la misma, evitar que se plantee. La presidenta de la Comisión Europea se limita a recordarle a su propio país que la discusión sobre quién tiene soberanía para decidir sobre el bienestar de la ciudadanía está vedado en la Unión Europea, que no está permitido poner en cuestión que haya una autoridad -el BCE- que actúa, en realidad, como un Monarca Absoluto que sustituye al Parlamento para decidir a su antojo sobre qué gastos realizan los gobiernos y quién debe pagarlos. En resumen, que en la Unión Europea no hay una auténtica democracia.
Una democracia requiere que sea el pueblo o sus representantes elegidos democráticamente quien decida sobre lo que puede hacerse o no con los recursos comunes, sobre cómo se distribuye el ingreso y la riqueza. Algo que es imposible si la política monetaria y sus efectos fiscales no están sometidos al juicio y control del Parlamento. Eso es lo que lleva, para colmo, a la aberración de impedir que los tribunales nacionales no puedan pronunciarse sobre lo que ocurre en el ámbito de competencias de sus propios Estados.