El terrorífico atentando contra Estados Unidos puede marcar el fin y el principio de una época. Con él no sólo han caído símbolos materiales paradigmáticos de nuestra civilización, sino que además pone de manifiesto la extrema fragilidad sobre la que se basa la pura existencia en nuestro planeta para miles y miles de personas.
Tres son las notas más señaladas del ataque terrorista. En primer lugar su extraordinaria magnitud, realmente impensable, brutal, desmedida y extremadamente cruel en todos sus momentos. Eso hace difícil que la respuesta que vaya a recibir por parte de Estados Unidos y de la comunidad internacional pueda ser, como se viene pidiendo, «proporcionada». Si fuera así en términos militares nos podríamos ver envueltos en una espiral verdaderamente desgarradora. La enormidad del daño causado y el impacto visual y emocional que ha tenido el ataque obliga, pues, a adoptar medidas que, sean cuales sean, tendrán que darse en el marco de unas coordenadas totalmente distintas a las ahora dominantes en el panorama internacional.
En segundo lugar, hay que destacar que, quizá por primera vez en la historia, el enemigo apenas si tiene rostro y, en cualquier caso, tan difuso que dificulta igualmente hacerle frente con instrumentos de guerra concebidos para enfrentarse a los enemigos tradicionales. No creo que haya habido otros casos históricos en los que se haya declarado una guerra sin saber a ciencia cierta cuál es el auténtico enemigo. También esto obliga a plantear la respuesta de otra forma, so pena de recurrir a la peligrosa salida de declarar enemigo bien a quien más a mano se tenga (como puede ocurrir con Afganistan) o, lo que sería peor, a toda una civilización como la islámica.
Por último, todo ello muestra lo que me parece el efecto trascendental: la vulnerabilidad objetiva y subjetiva que manifiesta el atentado. No sólo porque haya ocurrido en territorio estadounidense, sino porque ha evidenciado las limitaciones absolutas de los sistemas de defensa a la hora de evitar las verdaderas amenazas existentes.
Esto último es así mismo una cuestión capital porque indica claramente que el tipo de escalada armamentística en la que se ha querido basar el crecimiento económico norteamericano, tan sólo permite ganar dinero a las grandes industrias y empresas pero que es absolutamente inútil como elemento real de defensa y prevención de los riesgos y amenazas de hoy.
Y lo que es mucho más importante, quiérase o no, el atentado muestra que la ya evidente vulnerabilidad de nuestras sociedades, y de Estados Unidos en particular, tiene un tratamiento prácticamente imposible de hacer efectivo si no se hace frente a la multiplicación continuada de nichos de terroristas en el mundo. Por fuerte que pueda resultar, hay que decirlo: el terrorismo, la violencia y la impasibilidad ante el dolor ajeno son el resultado de una civilización poblada de tremendas injusticias históricas, de desigualdades lacerantes, de discriminación inmoral y de poderes insensibles a la más elemental ética de reparto. En nuestro mundo desigual e injusto es donde se fragua el fuego que alimenta el oído, la sinrazón y tanta inhumana y desmedida violencia.
Por eso seguiremos todos siendo vulnerables mientras pretendamos salvaguardar nuestro mundo mediante escudos de misiles, con la cultura de la agresión y las armas y sin erradicar la ética inmoral de la agresión y la violencia. Sólo la cultura de la paz, la ética del reparto y un efectivo compromiso moral que impida efectivamente las injusticias pueden hacernos tan invulnerables como nos habían hecho creer que éramos.
Es toda la Humanidad, y no sólo los gobiernos occidentales, la que se encuentra ahora ante la disyuntiva de forzar un tremendo salto hacia delante pero en la misma dirección de fortalecer los medios de agresión sin apagar el fuego que aviva el odio, o bien la de repensar el sentido de nuestra propia existencia en el planeta para forjar un nuevo tipo de relaciones internacionales, una base de intercambios económicos diferente y un sistema de valores distinto pero, todo ello, orientado a la satisfacción y al bienestar de todos y no tan sólo de los más poderosos. Es ya demasiado el dolor y el daño.
Por otro lado, a las consecuencias políticas y militares de los atentados se unen las económicas.
Estados Unidos, Europa y por supuesto Japón se encontraban al inicio de una nueva recesión. Los actos terroristas pueden generar inmediatamente graves incertidumbre y un retraimiento considerable de la inversión que la agraven momentáneamente, pero no serán por sí solos el origen de una nueva y más importante crisis, si es que llegara a darse y salvo que el mundo entrase en una espiral de violencia y agresiones múltiples. Más bien cabe pensar que ocurrirá todo lo contrario. Han tenido que producirse estos desgarradores hechos para que se inyecten recursos extraordinarios en la economía mundial. Lamentablemente, las sequías, los desastres naturales en los países pobres, el hambre, el desempleo y la miseria que también matan a miles de personas no habían merecido ni un solo dólar adicional de los bancos centrales.
Por eso, la paradoja puede ser, una vez más, que la guerra alivie la crisis e incluso que permita que no llegue a darse.
Ahora bien, si en el terreno de la política y las relaciones internacionales puede ser negativoque no se modifiquen las inercias dominantes, algo parecido ocurriría en el ámbito económico si lasituación se aprovecha tan sólo para favorecer mucho más enriquecimiento de los grandes podereseconómicos. No puede olvidarse tampoco que sobre el lucro desmedido que genera desigualdad einjusticia es igualmente imposible fraguar la paz duradera que necesita nuestro planeta: la paz de lahermandad y no la de los cementerios.